Conocemos ya como se ha
implantado, desde el gamberrismo, el vandalismo en nuestras ciudades y pueblos
por toda la geografía nacional de manera más habitual de la que -aún en el peor
de los supuestos- pudiéramos esperar y naturalmente desear.
Las manifestaciones con derroche
de actos violentos se han agudizado desde el último año de Zapatero y, por
supuesto, durante los meses de gobierno de Rajoy.
La situación económica con los
ajustes y reformas obligadas, sin entrar ahora en lo acertado de cada una de
ellas, ha dado pie a los vándalos para mostrarnos su peor cara.
Un cálculo -muy por encima- del
coste de estas acciones vandálicas nos lleva a varias decenas de millones de
euros al año, coste que recae sobre las instituciones, es decir, sobre los
sufridos contribuyentes a los que les vendría muy bien emplear ese dinero en
otras actuaciones sociales.
Si nos concentramos en las
manifestaciones permitidas o no por la autoridad competente en cada caso, todas
ellas y digo todas, tienen unos personajes, asociaciones, gestoras, partidos
políticos, sindicatos, representantes de determinados grupos (algunos
ocasionales creados para este fin) que son los convocantes o animadores de la
concentración o manifestación y esto es un hecho conocido públicamente. Estos
convocantes tienen que ser ante la ley los responsables directos de los
desmanes que se produzcan al amparo de su llamada. No olvidemos que cualquier
cabecilla o cualquiera que se lo crea puede fácilmente alterar y manipular a
las masas que incluso en su mayoría pueden actuar de buena voluntad y quedan a expensas
de cuatro desalmados.
Si las leyes declararan esta
responsabilidad económica y judicial de la misma manera que individualmente (a los padres o tutores
en el caso de menores) ya se cuidarían muy mucho los convocantes, de mantener
un verdadero sistema de seguridad en aquello que promovieran.
De aquel vandalismo esta barbarie.
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